Gonzalo Barrena. 

La Calle del Agua es el título de una película, el nombre de una vía pública que atraviesa Corao y, por serendipia, la etiqueta principal de la existencia, que fluye líquida a través de todos los valles y todos los tiempos. La directora ha embarcado cámara y alma en ese discurrir, permitiendo que el espectador -ésta es una película para observadores- acompañe la navegación desde la orilla. O butaca.

En el descenso fluvial, las imágenes de la fotógrafa Benjamina Miyar (1888 – 1961) se atienen al hilván de las horas y los días, de tenue lógica e inexorable discurrir. Quien vaya al cine pidiendo socorro emocional o buscando números de un circo sabido, no los va a encontrar. Esta película explora detenidamente los interiores de la casa y el derredor cotidiano, facilitando el inmenso hueco de la reflexión. La tarea es de uno, ayudándose de las pulcras imágenes naturalmente, pero la obligación es personal. Nadie va a entretenerte: has de conseguirlo tú, contemplando activamente cómo la directora sigue la escondida huella de Benjamina.

Como en el My Mexican Bretzel de Nuria G. Lorang, “La Calle del Agua” desafía los algoritmos del cine corriente. Antes, este tipo de metraje se denominaba “cine de autor”. Demasiado egocéntrico, el diagnóstico no se percataba del solipsismo. Es mil veces preferible la categoría dual del “arte y ensayo”, pues ambas películas lo son, y por ello, más allá de lo que cada espectador consiga de ellas, serán en si mismas cintas bellas y jamás serán corrientes.