Belén Arboleya en Les Pandielles (Illas), 2018.

Claudia Torre Martínez y Xabel Sánchez Valle.

Conservar la cultura y las tradiciones de antaño enriquece a los pueblos. Belén Arboleya Álvarez es un claro ejemplo de ello. Con los años aprendió a tocar la gaita y la pandereta, además de tonada y baile asturiano. Compartiendo con ella reflexiones sobre nuestro folklore y animando a todos a ensayarlo, hoy la tenemos con nosotros para contarnos un poco sobre sus grandes aficiones.

¿Cómo empezó todo? y ¿Cómo aprendiste a tocar?

Yo, ya con siete años, empecé a bailar y a los diez le dije a mi padre que quería saber tocar la gaita. Mi padre tenía una que había comprado por 300 pesetes con el fuelle hecho de piel de cabrito, como antiguamente se hacían; así, la mandó arreglar para que yo la pudiera tocar, empezando de esta manera mi andadura. Comencé en «La Pola», en un cursu que daba Luis Darmizo y con el que estuve como un añu. Después fui a Veriña porque me gustaba el toque del gaitero de allí y quería aprender a tocar así. Como él no daba clases, lo grababa en una cinta para después escucharla en casa y ensayar sobre ella una y otra vez, tratando de imitarlo. A la semana, volvía donde él y me corregía todo aquello que estuviera mal. Lo llegué a imitar tan bien que me llegaron a llamar «La Veriña».

Fotos del archivo personal de Belén Arboleya

¿Cómo te empezaste a dar a conocer?

A los doce años, un paisanu piquiñín piquiñín —ya mayor— me dijo que si quería ir con él pa tocar la misa, empezando así a ganar un poco de dinero. Él me enseñó a tocar «La Diana Floreada», un tema que se tocaba a las ocho de la mañana cuando actuábamos por el oriente; a las once tocábamos «La Alborada», íbamos a misa y más tarde al vermut; con suerte, comíamos antes de volver a casa. Otras veces había que quedarse por la tarde, y si el pueblu no tenía orquesta, por la noche también. Después ya empecé a ganar 3.000 pesetes y la comida. En ese tiempo pude juntar hasta 120.000 pesetes, las cuales empleé en algo que me gustaba mucho, los caballos, aunque pal que me gustaba, tuvo mi padre que prestame 30.000 pesetes más.

De aquella, los gaiteros tenían muy mala fama y se decía que eran unos vividores, que no se daban a respetar. Después de tocar «La Diana Floreada», los vecinos te solían ofrecer de beber; yo tomaba algo de agua, pero muchos como yo tomaban un poco de anís casi en cada casa en la que paraban, pareciendo al final uno más de la juerga en lugar de alguien que estaba haciendo su trabajo. Ya en mi época, fue cambiando la cosa y se empezó a tomar más como un trabajo que como una juerga, dándonos así a respetar un poco más.

Con este señor estuve dos años y de él aprendí lo que es «la palabra dada», es decir, la palabra es la palabra, y la palabra va a misa, lo que significa que si quedábamos en algo lo debíamos cumplir aunque tuviéramos una oferta mejor.

Yo fui una de las pocas mujeres que tocaba en aquella época; éramos pocas las que empezamos y menos las que seguimos. Muchas de ellas se integraban en alguna banda de gaitas, pero que fueran conocidas individualmente, muy muy pocas. Con el tiempo fui gaitero oficial1 en los concursos. Trabajando en verano y siendo gaitera en invierno me pude pagar los estudios de Secretariado Internacional, que se daban en Oviedo y en una universidad privada, cosa que mis padres no se podían permitir.

Aunque me gustaba la música tradicional, yo sabía que era muy difícil vivir solo de ello. Para ello tienes que saber tocar muchos palos, dar clases -que las di en Villaviciosa- ir a concursos, actuar, innovar tú sola…

¿Cómo empezaste a dar clases de baile asturiano?

Hablando con unos y con otros, me propusieron dar clases de baile en un pueblo llamado Suarias (Peñamellera Baja). Además de la estructura de los pasos, yo les enseño a divertirse bailando, a tener un estilo propio y transmitir la alegría de bailar. Allí, el que va a bailar es porque es feliz y quiere bailar, además de sentir nuestras raíces.

Recordar aquellos bailes que nuestros abuelos hacían para cortejar, y sentirse orgullosos de donde venimos, es lo que se quiere enseñar a las siguientes generaciones. Por eso es importante mantener las tradiciones y costumbres propias y no olvidar las historias que nos contaron las personas mayorinas y que no entendíamos, aunque «pasado un tiempo entenderás y se lo contarás a tus nietos», o por lo menos eso decían.

Yo de pequeña decía facer y mi padre me decía que hablara bien. Durante un tiempo quisieron quitarnos nuestra identidad y hacernos hablar el castellano, cuando nosotros teníamos una lengua o una forma de hablar, la de nuestros padres y nuestros abuelos, con dialectos como La Sirga, que ya hace mucho tiempo que se perdieron. Lo mismo ocurría con el baile, haciéndolo más un espectáculo grotesco que un recuerdo de nuestros abuelos. Tenemos una riqueza enorme que ni podemos ni deberíamos perder; es algo que tenemos que conservar y trasmitir a las siguientes generaciones.

¿Recuerdas a alguna persona que conocieras gracias a la música y te marcase personalmente?

En mi trayectoria conocí a mucha gente interesante, pero hubo una persona que apostó por mí, José Noriega, un grande entre los grandes. Dijo de mí que nadie tocaba y acompañaba a la gaita como yo, aunque hubo alguno —siempre los habrá— que dijo «¿cómo cantas con esa muyer?«. Pero hubo un antes y un después; y hasta esos recelosos, en el fondo, me llamaban a mí, rompiendo así muchos de los arquetipos y prejuicios asociados al hecho de ser mujer.

¿En que sitios te gusta más actuar o te sientes más cómoda?

Ahora mismo, lo que más me gusta y con lo que más cómoda me encuentro es actuar a pie de calle. Antes, para darte a conocer, tenías que ir a concursos que te ponían nerviosa, ensayar todos los días para estar a un buen nivel, tener todos los focos apuntándote y actuar casi sin moverte, como un palo, pendiente de que la cámara te grababa.

Me divierte sobretodo actuar en un pueblo, donde te mueves libremente y puedes bajar hasta donde está el público, para saludarlos; o saludar a un amigo que ves de lejos mientras actúas; el público es definitivamente tu gente.

Como muestra del cariño de la gente, recuerdo que había grabado cuatro discos con Consuelo Gómez Arboleya. Nosotras hacíamos las canciones e Ismael Tomás nos las escribía; después, por circunstancias de la vida, mi padre murió y ella tuvo dos nenos, así que nos fuimos distanciando. Años más tarde, en un viaje que hice a Venezuela, me preguntaron por unas canciones de aquellos discos; ellos las cantaban y yo casi ni las recordaba. El que se acuerden de ti así no solo presta un poco, sino muchísimo.

¿Cuáles fueron tus mejores recuerdos de tus actuaciones?

Un recuerdo de aquellos años fue actuar para El Papa en Covadonga, en 1982, si mal no recuerdo, y las emotivas actuaciones con personas que venían de América. Ver cómo lo vivían y lloraban de alegría era muy gratificante para mí.

Dentro de todas las actuaciones, un buen recuerdo fue la gala que organicé —»Canten elles»— donde pude reunir a 60 muyeres de la tonada de todas las edades. Nos dividimos en grupos y cada uno debía preparar una canción y su escenografía, representando entre todas la vida de una muyer desde que nace hasta que es madre.

De Belén aprendí el valor de las tradiciones, esa alegría que transmite, la confianza, la tenacidad y el orgullo de nuestras raíces, además de bailar un poco. Gracias Belén, yo sí lo contaré.

Claudia Torre Martínez.
Belén Arboleya y Claudia Torre en Suarías, 2023.

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(1) En los concursos, la organización ponía a disposición de los cantantes un gaitero oficial, aunque cada cantante podía tener el suyo. Tú tienes que estar allí con diferentes gaitas, y diferentes tonalidades que iban desde el «re» hasta el «si», que usabas dependiendo del cantante y de la canción.

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Fuente: Arboleya Álvarez, Belén, 51 años (Comunicación personal, 30/04/2023)