Gonzalo Barrena.
Los platos de cuchara no se improvisan. Su calidad se alcanza como lo hacen los vinos y los quesos, por acumulación de tiempo y aciertos.
El pote de berzas de Rosita la de Casa Morán bien puede pasar con merecimiento a la heráldica, que es donde los pueblos resumen la épica, en la que curiosamente casi nunca aparecen las cosas del comer.
¿Serían quizá los ingredientes?. Podría ser, pero un guiso se alcanza por el concierto de todo cuanto lo compone, en una gestalt que va mucho más allá de las partes. Al calar la cuchara en el plato de bordes inmaculados, la textura que hiende el metal no es cualquier cosa. Les fabes, les berces, el compangu, la grasa justa, no vienen cada uno por su lado, como si fuera una familia desavenida. Al contrario, hay algo en el plato de la antigua fonda que tiene que ver con la ligazón, con la fuerza sobrenatural que cogen las cosas cuando la dirección no es un estorbo, como suele ocurrir en la política.
No se sabe cómo van a evolucionar las casas de comidas con tantos avisadores cómplices como hay en las redes, pues una legión de visitantes random se ha adueñado de las valoraciones.
Este restaurante, por su parte, ha atesorado su prestigio gracias a la calidad de su cocina y a los días de feria, a las líneas de autocar y a los viajeros antiguos que, con criterio o necesidad, se demoraban en la visita.