Gonzalo Barrena. Cuando los abuelos de Rosi pusieron la confitería, el local tenía un comedor entre el obrador y el despacho de pan. Hay negocios que tienen algo. Este de Rosi es de los que lo conservan.
En aquel tiempo, la linea de Ponga salía hacia las cinco, y los domingos de mercau dejaban un ínterin después de las transacciones que cada uno resolvía a su manera. A Don Manuel Vázquez, el gallegu, caballero de fina estampa, la Confitería Peñasanta le hacía sentirse como en casa. Quizá como a toda esa pléyade variopinta que cafetea y departe allí, hoy todavía, mientras se pone a techu del turismo.
Muchos domingos de entonces, Don Manuel apartaba un filete de los comprados en la carnicería, y la abuela de Rosi se lo freía para comerlo allí, junto a otros parroquianos que preferían abrir una lata de mejillones o sardinas para meterlas en pan mientras iban llegando las cinco, la hora del Correo.
La verdad es que parece un milagro que, en medio de la tormenta perfecta del turismo, con rayos y logaritmos que te dicen “hala, fuera de aquí”, haya un negocio que resiste sin otra ayuda que su propio acierto y una atmósfera jalladiza muy difícil de definir sin recurrir a Proust.
Quizá el mínimo común múltiplo de humanidad, que habita el local, invita a sentarse en la minibarra y pedir un café con pastel verdadero, o un trozo de empanada, para dejarse llevar por una conversación compartida que la confitera sabe administrar a beneficio de las diversas psicologías.
La confitería Peñasanta es, al decir de hoy, un espacio seguro frente a la pérdida de identidad que traen los tiempos.